UN ÁRBITRO CONTRA LOS GOLPES DE LA VIDA

El primo menor del Gordo cobró su primer penal durante un domingo de vientos leves y patadas fuertes. Era su partido inaugural como árbitro y tomó la decisión sin dudas y sin nervios. Fue fácil: vio a un delantero flaquito que caminaba por el área grande con dos tristezas en los botines y el gesto de derrota que suele apretar los pómulos de los que acaban de ser abandonados por un amor.


Al muchacho, casi ausente durante todo el juego, no lo tocó ni la pelota ni, tampoco, un solo adversario. Sin embargo, el primo del Gordo hizo sonar su silbato con todas las brisas que le venían desde los bronquios y marcó penal.

Le protestaron y lo maldijeron. No se arrepintió. Si había modelado su vocación de árbitro, no era para estar atento a los golpes de una pierna contra otra pierna. Su tema eran los golpes de la vida. "No crean que hacía lo que hacía para parecer original", contó el Gordo en el Bar de los Sábados, acaso el único recinto del mundo donde ese relato podía abrir un debate de tarde entera.

Cada habitué de ese sitio había respirado años suficientes como para conocer y para sufrir unos cuantos de los golpes de la vida. El Alto miró al Gordo más que atento, el Pibe lo siguió con devoción curiosa, el Roto lo escuchó inquieto. Estimulado, el Gordo completó la caracterización de su pariente: "Mi primo menor dirigía de ese modo apoyado en algo que no es común : la convicción".

En todo lo que vino tras sancionar ese penal, el primo menor del Gordo enhebró una carrera como árbitro en la que nunca vulneró sus principios. A los punteros derechos, gentes marginadas a un costado del césped que no sabían si alguien en el fútbol todavía les prestaba atención, jamás les cobraba posición adelantada. "Son personas muy valiosas y muy castigadas —explicaba—, y creo que yo les profundizaría los problemas si los declarara fuera de juego". A los tímidos irremediables, les concedía córners en muchas jugadas para ver si al arrimarse hacia las tribunas descubrían que era posible establecer un vínculo sencillo con los demás.

Y a los arqueros les permitía jugar los partidos acompañados por una madre o por una tía porque era hora de que alguien los protegiera en su evidente soledad. "Mi primo menor —detalló el Gordo, mientras nadie en el Bar de los Sábados distraía un oído en otros sonidos— sabía que no hay vida si no hay golpes. Pero estaba convencido de que no todos los golpes son una condena definitiva. Y sentía que el fútbol convertía posibles a muchas cuestiones que el resto de la existencia hace imposibles".

Narrador exacto, el Gordo intuyó que su auditorio, futbolero y sensible, latía conmovido. Por eso, con un café salpicándole la boca, se permitió un descanso breve. Después, cerró con una sentencia: "Mi primo menor se hizo árbitro para perseguir justicias a través del fútbol..." —¿Sigue dirigiendo?, le preguntó el Alto. El Gordo le contestó con otra historia: —No. Una noche, en medio de un partido flojo, un hincha lo insultaba sólo por insultar, o porque los golpes de la vida le habían quitado la alegría del alma.

Entonces, mi primo menor se sacó el silbato de la boca y le dijo: "Venga, pásela bien: reparta justicia". Y el hincha le hizo caso. Ahora es un gran árbitro. Según el relato del Gordo, después de aquella noche poco se supo de su primo menor. En el Bar de los Sábados, de todos modos, nadie tenía dudas. Seguro que estaba en alguna parte ayudando a resistir los golpes, empeñado en construir la vida.

Ariel Scher
ascher@clarin.com